Indicadores, predictores y modelos de aceptabilidad social de tecnologías

Miguel Moreno Muñoz
Doctor en Filosofía, Máster en Bioética por la Universidad
de Las Palmas y especialista en Comunicación Social de
la Ciencia en Medicina y Salud.

Complejidad de los factores que configuran la percepción pública de la ciencia

La sucesión ininterrumpida de avances en el dominio de las biotecnologías y las ciencias biomédicas ha sensibilizado a amplios sectores de la opinión pública acerca de su impacto potencial en la salud humana y el entorno. Ha contribuido también a situar en primer plano el debate sobre los desafíos éticos, sociales y políticos asociados a diversos modelos de implantación de tecnologías, con campañas de rechazo muy activas en algunos casos (a propósito de los alimentos transgénicos, p.ej.).

Pocos ámbitos de la investigación biomédica y biotecnológica escapan hoy al escrutinio riguroso de los estudios sociales de la ciencia. En unos casos se persigue aclarar conflictos frecuentes de valores en ámbitos muy acotados de la investigación, como es frecuente en la reflexión bioética. Desde perspectivas más amplias, se pretende articular modelos capaces de integrar con acierto la complejidad y heterogeneidad de factores que determinan la aceptabilidad o rechazo social de ciertas tecnologías (en especial, las de gran potencial y versatilidad, como ocurre con las tecnologías genéticas).

El Proyecto Genoma Humano, las tecnologías de reproducción asistida, los primeros ensayos de terapias génicas y la investigación con células troncales procedentes de embriones humanos constituyen algunos contextos de debate muy específicos en los que la participación de agentes con intereses muy diversos ha puesto de manifiesto la importancia que tienen ciertos aspectos para configurar la percepción pública de utilidad y riesgo en múltiples direcciones. A este respecto, los eurobarómetros y otros muchos estudios de percepción pública han mostrado la importancia de las estrategias de comunicación y divulgación social de la ciencia, puesto que la mayor parte de los concernidos tiene un conocimiento muy limitado de las tecnologías y ámbitos de la investigación científica sobre los que opinan.

Los mismos instrumentos de análisis muestran que la percepción pública puede decantarse en una determinada dirección con notable independencia de los niveles de alfabetización científica (el modelo del déficit cognitivo explicaría un mayor rechazo hacia ciertas tecnologías, y las posiciones más favorables entre profesionales o expertos afines al área). Ha sido necesario, en consecuencia, prestar mayor atención a los modelos que favorecen la participación de los potenciales afectados (stakeholders) en los debates previos a la toma de decisiones.

Aún así, la persistencia del rechazo social hacia algunas biotecnologías presuntamente inocuas para la salud humana o el ambiente –según la mayoría de los expertos e informes técnicos rigurosos– ha obligado a considerar con detalle los mecanismos generadores de confianza que contribuyen a robustecer el marco normativo, la credibilidad de las instituciones reguladoras y el beneficio percibido asociado a ciertas biotecnologías.

Ninguno de los factores mencionados sería suficiente para contribuir por sí solo a un cambio significativo de la percepción pública, si lo que se pretende es incrementar la aceptación de tecnologías ampliamente contestadas. El problema es que la incidencia simultánea en todos ellos tampoco parece bastar para reducir a límites aceptables lo que algunos consideran una clara distorsión provocada por la presencia de elementos irracionales en el debate social.

Dadas sus implicaciones políticas y económicas, la cuestión va mucho más allá de lo que pudiera parecer otro episodio más del debate académico sobre las biotecnologías agroalimentarias, como destaca un editorial reciente de Nature Biotechnology (Vol. 25:12, Dec. 2007: 1330). El editorial concluye lamentando que en una "economía basada en el conocimiento", a pesar de la normativa europea en vigor y en contra de lo que parecen sugerir las evidencias científicas disponibles, las autoridades políticas de Francia e Italia se hayan manifestado a favor de prohibir los cultivos transgénicos, transmitiendo la inevitable impresión de que sólo ciertos tipos de conocimiento parecen ser aceptables por los agentes sociales de mayor protagonismo (líderes nacionales, prensa y activistas).

Hacia modelos complejos de aceptabilidad social de tecnologías

Una aproximación simplista al debate, seguramente impregnada de prepotencia, es la que se centra en buscar elementos para descalificar la posición de otros agentes y etiquetarla de irracional. Se asume así que algunos agentes pueden tener acceso a criterios inequívocos de racionalidad, derivados de una mayor alfabetización científica, de una experiencia más amplia o de un estudio más detenido y riguroso del problema. Pero los estudios recientes sobre percepción de riesgos aconsejan mucha cautela antes de etiquetar como irracionales planteamientos alternativos o de oposición sistemática a la implantación de ciertas tecnologías (compatibles a menudo con una visión positiva de la ciencia y de la actividad científica en general). La fórmula magistral que debiera permitir el desarrollo de un modelo de aceptabilidad de tecnologías con eficacia social garantizada se está revelando mucho más compleja de lo inicialmente previsto. Tiene visos de convertirse en algo parecido al santo grial de los estudios sociales de la ciencia, dadas las dificultades para establecer el peso relativo y la virtualidad de todos sus componentes.

En relación con los mecanismos generadores de confianza, por ejemplo, es de sobra conocido que las actuaciones orientadas a reformar o robustecer el marco normativo que regula un dominio de aplicaciones biotecnológicas no se traducen siempre en incrementos de los niveles de confianza o respaldo público, puesto que no es fácil conseguir que los agentes concernidos se sientan adecuadamente representados y activos en todo el proceso, o porque se duda de la eficacia de la intervención pública en el sector (Barnett J, Cooper H, Senior V (2007): “Belief in Public Efficacy, Trust, and Attitudes Toward Modern Genetic Science”. Risk Analysis, Vol. 27, No. 4). Por esta razón, y si en algún sentido se considera importante el respaldo público a las políticas de ciencia y tecnología, los modelos integradores y negociadores son preferibles a otros excluyentes e impositivos. Pero tampoco garantizan por sí solos el paso de un escenario con predominio de actitudes ambivalentes a otro de aceptabilidad mayoritaria.

Existe amplia evidencia empírica de que la confianza en la regulación del riesgo va muy ligada a la percepción y aceptabilidad del riesgo. Pero no resulta tan claro que la confianza sea la causa, en lugar de la consecuencia, de la aceptabilidad de biotecnologías, como ilustra el debate sobre los alimentos transgénicos. Más que un determinante, la confianza podría ser una expresión o indicador de aceptabilidad de ciertas biotecnologías, con incidencia significativa en las divergencias entre riesgo y beneficio percibido, la credibilidad de los agentes responsables de gestionar o regular el riesgo y en los mecanismos de rendición de cuentas (cfr. Poortinga W, Pidgeon NF (2005): “Trust in Risk Regulation: Cause or Consequence of the Acceptability of GM Food?Risk Analysis 25 (1), 199–209).

Las diferentes actitudes ante aplicaciones biotecnológicas concretas van muy ligadas a otros elementos que operan en tres dimensiones muy diferentes: a) un marco muy general de valores y criterios de evaluación; b) un nivel de implicación en el debate muy variable; y c) una serie de certezas o convicciones actitudinales. Aunque estas tres dimensiones y su incidencia en la percepción pública han sido estudiadas por separado, su interacción combinada continúa siendo un desafío (cfr. Poortinga W, Pidgeon NF (2006): “ Exploring the Structure of Attitudes Toward Genetically Modified FoodRisk Analysis 26 (6), 1707–1719).

El modelo del “déficit cognitivo” y sus limitaciones

La introducción de elementos tan heterogéneos como cuestiones de autoidentidad, grado de implicación emocional, propensiones conductuales y tendencia a ajustar las respuestas según patrones de deseabilidad social dificulta extraordinariamente la elaboración de cualquier modelo de aceptabilidad de tecnologías (Spence A, Townsend E (2006): “Examining Consumer Behavior Toward Genetically Modified (GM) Food in Britain”. Risk Analysis 26 (3):657–670). Al mismo tiempo pone de manifiesto las simplificaciones asociadas al modelo del “déficit cognitivo”, que considera la brecha entre los expertos y el resto de la sociedad como un problema de educación, de conocimiento, de déficit.

Para algunos autores ( Polino C (2004): “‘Sabios’ e ‘ignorantes’, o una peligrosa distinción para América Latina”. Journal of Science Communication 3 (3): 1-4. ) estaría demasiado cercano al modelo jerárquico y unidireccional de comunicación social de la ciencia que se fue desarrollando con la modernidad (siglos XVII y XVIII), y en vigor aún. Incluso las personas lúcidas que más ayudaron difundir la ciencia contribuyeron también, aunque involuntariamente, a consolidar una distinción fundamental y constitutiva entre científicos y no científicos. Esta dinámica habría reforzado la idea de que la ciencia es un santuario accesible sólo para elegidos, a quienes se exige un respeto reverencial y un habla lo más solemne posible. Desviarse de la norma implica el riesgo de ser calificado de anti-científico o irracionalista. Asumir el modelo del “déficit cognitivo” equivale, en la práctica, a manejarse en términos de sabios e ignorantes.

Su implicación para el análisis de la percepción de riesgos consiste en reducirlo a un problema de alfabetización. La resistencia a ciertas aplicaciones tecnológicas sería menor si el público supiera más sobre ellas y el dominio de conocimiento que las origina. La aparición pública de la biología molecular ofrece incontables ejemplos donde prevalece este argumento. Los resultados de las encuestas de percepción pública son a menudo interpretados con tendencia a enfatizar la ignorancia científica e ilustrar el grado de insensatez que sustenta algunas actitudes de ciertos agentes sociales, exageradamente precavidas frente a campos de desarrollo científico con gran potencial.

La reducción de los problemas de percepción pública de la ciencia a una cuestión de alfabetización plantea, como principal inconveniente, la ocultación de los aspectos culturales (en particular los simbólicos) que condicionan la percepción social de toda actividad con potencial para transformar las condiciones de vida de cualquier ciudadano, sea o no ilustrado (Slimak MW, Dietz T (2006): “Personal Values, Beliefs, and Ecological Risk Perception”. Risk Analysis 26 (6): 1689–1705). La omisión del papel que en nuestras decisiones como ciudadanos o consumidores pueden desempeñar las consideraciones de tipo cultural, simbólico o ideológico en relación con las tecnologías sería precisamente un signo de rigidez en los indicadores de percepción utilizados, sin olvidar las críticas a la noción de ciencia descontextualizada que a menudo subyace a los cuestionarios de percepción pública.

Muchos ciudadanos que manifiestan opiniones muy críticas hacia las biotecnologías no lo hacen por desinformación acerca de sus posibilidades, sino porque asumen ciertos valores que en ciertos aspectos chocan con la noción de progreso, entendido éste como mero desarrollo científico-tecnológico, y les inducen a prestar especial atención a los riesgos a medio y largo plazo (al menos, más que al balance entre riesgos y beneficios inmediatos). Estos agentes articulan su percepción a partir de análisis más o menos profundos de experiencias negativas anteriores relacionadas con otras tecnologías –en algunos casos incluso como afectados– y que les han servido para reforzar su confianza en el principio de precaución, interpretado de manera muy estricta. Este tipo de experiencias previas o conocimiento de ciertos episodios catastróficos y sus causas (frecuentes en contextos donde los riesgos son públicos pero los beneficios privados) pueden contribuir a reforzar actitudes de sospecha y desconfianza sistemática ante los intereses, actitudes y estrategias de otros agentes implicados. Es comprensible, por tanto, que muchos ciudadanos sean proclives a apoyar la abstención o moratoria en determinadas innovaciones que pudieran implicar riesgos más o menos definidos, incluso aceptando como positivas ciertas aplicaciones concretas en condiciones bien controladas ( Todt , O (2004): “El conflicto sobre la ingeniería genética y los valores subyacentes”. Sistema, nº 179-180: 96-97).

La responsabilidad hacia las generaciones futuras y análisis muy refinados de costes a largo plazo, externalizaciones de riesgos y grados de incertidumbre son elementos que inducen también a otros muchos ciudadanos bien informados a decantarse por una interpretación desfavorable del balance entre riesgos y beneficios, en particular en lo que atañe a cualquier intervención humana sobre los ecosistemas. Son este tipo de valoraciones complejas, surgidas de cosmovisiones a menudo también muy elaboradas, las que han quedado a menudo excluidas de la confrontación entre el punto de vista de los expertos y las percepciones del público sobre las biotecnologías.

El problema de la irracionalidad y las racionalidades contrapuestas

La comprensión y aceptación públicas de una investigación son fundamentales para que se lleve a cabo en el marco de programas apoyados con fondos públicos y sujetos en su conjunto a control social. La falta de información (o la escasez de fuentes y cauces de información cualificados) puede propiciar actitudes de rechazo injustificado que tengan como efecto cercenar líneas de investigación prometedoras y desarrollos tecnológicos de gran rentabilidad social. Pero la dimensión cognitiva es sólo un aspecto más, aunque muy relevante, en el complejo proceso de reflexión y comunicación que tiene como resultado diferentes percepciones públicas sobre la ciencia y la tecnología.

Las estrategias de comunicación más eficaces no serán las orientadas a caracterizar al público como un ignorante al que hay que instruir, sino las que permitan aumentar el reclamo social para que se haga mejor ciencia y se desarrollen tecnologías de mayor rentabilidad social. Sólo así puede esperarse que una sociedad oriente decididamente su cultura hacia la ciencia, la tecnología y la innovación. En definitiva, son razones de utilidad social las que justifican el interés por conocer la percepción pública de la ciencia y las diversas valoraciones del progreso científico-tecnológico en múltiples contextos culturales.

La cultura científica debería entenderse entonces como la capacidad de una sociedad para incorporar la actividad científica en su agenda de preocupaciones, en la medida en que sea considerada útil para sus objetivos. La comunicación de la ciencia debe fomentarse a través de cauces que permitan el contraste de fuentes, el acceso más abierto posible a información cualificada y la participación activa de los ciudadanos interesados en la definición, el seguimiento y la proyección del desarrollo científico y tecnológico a escala local y nacional. La consolidación de una cultura científica entendida en estos términos implicaría un proceso genuino de maduración social, imprescindible para que la ciencia forme parte de las preocupaciones cotidianas. Una cultura científica entendida como capacidad enciclopédica reduce de modo inaceptable el horizonte de acción, y dificulta un análisis de la ciencia y de la tecnología insertas en contextos industriales, políticos y económicos cambiantes.

En este sentido, constituye un desafío formidable para la comunicación científica el hecho de que incluso en las sociedades con mayor cultura científica convivan grupos que comparten convicciones visceralmente opuestas al progreso tecno-científico. Algunos de estos agentes tienen amplia relevancia social y abiertamente asumen pautas de interpretación que parecen responder a patrones de racionalidad inequívocamente asociados con una visión mágica del mundo natural y sus procesos. Los esfuerzos por identificar predictores de aceptabilidad para una tecnología determinada (utilidad médica o social, potencial económico, versatilidad, robustez del marco regulador, transparencia y participación pública, etc.) chocan contra el muro aparentemente insalvable de la alta prevalencia que tienen ciertas creencias mágicas o irracionales sobre los alimentos y la salud (Sahera M, Lindemana M, Hurstib U-KK (2006): “Attitudes towards genetically modified and organic foods”. Appetite , Vol. 46(3):324-331; Mohr P et al. (2007): Attitudes, values, and socio-demographic characteristics that predict acceptance of genetic engineering and applications of new technology in Australia. Biotechnology Journal, Vol. 2(9):1169-1178).

Del mismo modo que no cuestionamos el derecho a votar de ningún ciudadano mayor de edad por su falta de cultura política o la extravagancia de sus preferencias –y sabiendo que en ocasiones unos pocos votos bastan para dirimir el resultado de unas elecciones y determinar el horizonte de libertades y las perspectivas de desarrollo económico de un país–, tampoco estaría justificado excluir a determinados agentes del debate sobre las biotecnologías por falta de alfabetización científica o por la firmeza con que sostienen convicciones obsoletas e incompatibles con presuntos estándares de racionalidad. En términos muy similares se producen las confrontaciones entre tecno-optimistas y tecno-pesimistas a propósito de otras tecnologías. Estos escenarios ponen de manifiesto el desafío que suponen las “racionalidades contrapuestas”. En ellas difícilmente se encuentran nociones conmensurables y la percepción de riesgos y beneficios obedece a horizontes teóricos, axiológicos y culturales tan divergentes que parecen excluir toda perspectiva de consenso o progreso en el debate. Sin embargo, un análisis detenido de las implicaciones de cada tipo de racionalidad sugiere que no pueden aplicarse a la numantina si sus partidarios pretenden seguir participando en el debate sobre aplicaciones contextualizadas y aceptabilidad social de una tecnología.

La lectura recomendada en esta ocasión es un artículo de Javier Rodríguez Alcázar, l profesor Titular del área de Lógica y Filosofía de la Ciencia en el Dpto. de Filosofía de la Universidad de Granada, sobre Tecnología y longevidad. El autor pone de manifiesto algunos elementos comunes a los planteamientos tecno-optimistas y tecno-catastrofistas sobre ciertas tecnologías médicas, mostrando con acierto las limitaciones de ambos enfoques a propósito de varios ejemplos y las distorsiones que provocaría su asunción acrítica para entender cabalmente los beneficios y riesgos derivados de una actividad científica contextualizada.

Lectura recomendada:

Javier Rodríguez Alcázar, “Tecnología y longevidad”. Granada, 2008